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Cuando papá también es mamá: Crianza compartida, no como ayuda, sino como derecho de papá

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Mi esposo, que no es mi esposo,  pero que en realidad es todo lo que eso significa y mucho más también, es el papá de dos niñas que transformaron su mundo radicalmente: una prepúber malhumorada pero amorosa y muy divertida, y otra que parece haber sido hecha de miel por su dulzura extrema.

Este padre de familia tiene la capacidad de seguir enamorándome desde hace 21 años y fuera de la amistad que tenemos, de lo que nos queremos o nos gustamos (aún), tiene mucho que ver con lo que siente por sus hijas (nuestras hijas). Veo cómo las mira con sus ojos de pez moribundo y me hace quererlo más de lo que ya lo quiero. 

Aunque a veces parezco Campanita cuando hablo de él, no todo ha sido rosadito y con princesas en nuestra vida. Hay huecos, fisuras, roturas y parches. Algunas operaciones a pecho abierto y uno que otro salto al vacío tipo “puenting”. Y es perfectamente normal y muy necesario, nuestra historia tiene acción, drama y con suerte “un final feliz”, como todas las historias de todas las parejas de todo el mundo. Ciertamente, la necedad nos caracteriza y seguimos caminando juntos, tomados del dedito, con mascarillas y proyección a un “hasta que la muerte nos separe” que esperamos tarde mucho en llegar.

Hace diez años tuvimos a nuestra primera hija y mi concepto sobre el amor y el enamoramiento cambió mucho, o mejor dicho: creció  de forma muy positiva. Este era un amor colectivo, un amor que me vinculaba a otro ser humano de por vida,  un amor que activaba mis instintos animales más poderosos y que , la verdad, nunca pensé que tuviera. Me sentí increíble y orgullosa de mi misma por la facilidad con la que afloraron mis  habilidades en cuantoa la maternidad, pero lo más delicioso de todo, fué que los suyos (los de mi esposo que sigue sin ser mi esposo), eran tan potentes como los míos y entonces me quedó claro, clarísimo: él es un papá que también es una mamá.

Y no quiero que esto se lea como una declaración discriminatoria a los padres de familia, pero  (y esto es muy cierto) hay cosas que solo hacemos las mamás, como solo las mamás sabemos hacerlo. 

Pues bien, el nacimiento de nuestra hija mayor nos regaló una baja materna de 3 meses, tiempo que disfrutamos a mil,  mientras nos volvíamos expertos en cambios de pañales en equipo, en la lactancia y su dolorosa (y recurrente)  mastitis, en las miradas más bobas, en doblar medias diminutas y en el arte de mecer a lo bestia a la recién nacida para asegurarle un sueño profundo y reparador. Todo ésto mientras veíamos fanáticamente una telenovela nacional al mismo tiempo que devorábamos grandes cantidades de chocolate, (porque un buen padre siempre comparte los antojos de una madre, y en este caso, los fomenta).

Cuando llegó el momento de reincorporarme  a mi dinámica laboral, solo me quedó  llorar discretamente en el baño de mi trabajo, mientras moría de pena por estar lejos de mi niña cuando todavía no me había acostumbrado del todo a que estuviera fuera de mi cuerpo. Pero mi querido esposo que no es mi esposo, me dio la tranquilidad de dejarla, sabiendo  que sus brazotes la envolverían protegiéndola de todo y que se convertirían en una segunda panza para arrullarla con la misma ternura de una madre, de su madre, es decir: yo.

Las primeras noches (porque yo trabajaba de noche y el de día)  las llamadas eran constantes y había cierto temor y alguito de angustia en su voz. A veces me  sorprendía con pequeñas visitas que a mí me regalaban amor y a él le devolvían la calma. Ellos dos fueron creando sus propias rutinas sin mi ayuda y sin mi presencia (llenándome de celos, debo confesar), en las que escuchaban Chopin y cambiaban convenientemente la papilla  de verduras que había dejado lista por un delicioso y dulcito potaje de cereales y miel. 

Bailaban románticamente al ritmo increíble y anacrónico de The Clash, mientras él  trabajaba inteligéntemente el gusto de su niña por la buena música, como para que no se deje confundir años más tarde por un “trá trá trá” que para nosotros no tiene ningún valor musical.

La primera sonrisa de nuestra primogénita, esa que ya no era solo un reflejo muscular involuntario, no fue para mí sino para su papá. Y cuando empezó a gatear fue en dirección a sus brazos y a mí llegó en videito. Como mamá primeriza y súper fan de su hija, no fue fácil perderme de todos esos momentos que, según los cuentos y las películas, debían ser míos. Pero saber que eso fortaleció su vínculo con nuestra niña me hace sonreír satisfecha.

Con  nuestra segunda hija, mi esposo (el padre que también es madre), no puedo disfrutar del mismo tiempo, y sus recuerdos de los primeros momentos son distintos y son distantes…. y sé que lo sabe y que lo siente, tan profundamente como si hubiera sido gestada en su cuerpo y no en el mío. Pero también sé que no deja de construir recuerdos para ella y su hermana, como cada noche cuando, despidiéndose de sus niñas, deja  todo lo bueno que hay en él  en ese abrazo que las guía al mundo de los sueños, en un último juego escandaloso antes de dar por terminado el día, en esas carcajadas que resuenan entre él y ellas y puedo sentir mientras lo miro, el calor de sus manos grandes en sus pechitos diminutos asegurandoles que su corazón late a mil por ellas, hoy, mañana y para siempre y entonces el mío late también.

Cambió pañales desde el comienzo,  pero nunca bajo la figura de “ayudarme”, si no exigiendo y ejerciendo su derecho a ser parte de todas las etapas de la vida de sus hijas. Guía, celebra, corrige y ama locamente a sus pequeñas “fieras” de pelos alocados por las que muere y mataría de ser necesario. Juega a las muñecas, al té y a los desfiles de moda con el mismo entusiasmo con el que ven las 9 pelis de Star Wars , desenreda melenas anudadas, lava ropita y enseña matemáticas.  Tiende camas primorosamente (muy a su estilo, porque no siempre tenemos que estar de acuerdo) y  aunque los volantines en el parque no son lo suyo, siempre encuentra una forma de reír con ellas, para luego ( a solas conmigo), llorar de emoción porque es papá de dos hijtas, y no puede ser más feliz por eso. 

Trabaja incansablemente desde que arranca el día hasta ellas lo obligan a parar para quererse aunque sea un ratito, aunque siempre encuentra momentos para aplastarlas de amor y que no les quede duda de lo imposiblemente importantes que son para él.

Sé que está aterrado (igual que yo), porque pronto tendrá que lidiar con una adolescente que antes de serlo, parece vivir en un eterno síndrome premenstrual, pero no tengo duda alguna de que sabrá abrazarla cuando lo necesite y soltarla cuando sea inevitable, mientras incluye en la lista de compras para la casa, toallitas higiénicas para su niña que dentro de nada, empezará su metamorfosis en el alucinante proceso de convertirse en una mujer.

Desde el día en el que cayó sentado al saber que en mi panza se cocinaba un pequeña mujer, no ha parado de ser un papá de esos que no se encuentran en todos  lados, ese que firmó con sangre y lágrimas un pacto entre los dos para siempre, siempre, salvarlas a ellas antes que a mi.

Sin duda mis niñas fueron hechas en mi cuerpo, pero su papá (mi no esposo), tejió su propio cordón umbilical, que aunque invisible a la vista, va directo de su corazón, al de sus hijas.

Estoy convencida: él es un papá que también es mamá. Su voz de hombre grandote, sus cuentos de noche, sus ojos buenos y su abrazo calentito, serán sin duda, de los mejores recuerdos de nuestras amadas niñas.

Texto: Alida Werner.

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