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De mamá a mamá: Cuando papá también es mamá

Blog Single

Mi esposo, que no es mi esposo, (pero que en realidad es todo lo que eso significa y mucho más, también), tiene la capacidad de seguir enamorándome casi a diario desde hace 20 años. Veo en sus ojo inmensos lo que siente por sus hijas (nuestras hijas) y me hace quererlo más de lo que ya lo quiero. Y aunque a veces parezco Campanita cuando hablo de él, no todo ha sido rosadito y con princesas. Hay huecos, fisuras, roturas y parches. Algunas operaciones a pecho abierto y uno que otro salto al vacío tipo “puenting”. Felizmente, la necedad nos caracteriza y seguimos caminando tomados del dedito con proyección de un “hasta que la muerte nos separe”.

Cuando lo conocí, yo era muy joven y mi corazoncito no sabía lo que era enamorarse así: furiosamente y durante muchos años, viví alucinada con lo que se sentía querer de esa manera y pensé que era el punto máximo al que el sentimiento (MI sentimiento) podía llegar.

Años más tarde tuvimos a nuestra primera hija y mi concepto sobre el amor y el enamoramiento cambió mucho, o mejor dicho: creció de forma muy positiva. Este era un amor colectivo, un amor que me vinculaba a otro ser humano de por vida, un amor que activaba mis instintos animales más poderosos y que, la verdad, nunca pensé que tuviera. Me sentí increíble y orgullosa de mi misma por la facilidad con la que afloraron mis  habilidades en cuanto a la maternidad, pero lo más delicioso de todo, fue que los suyos (los de mi esposo que sigue sin ser mi esposo), eran tan potentes como los míos y entonces quedó claro, clarísimo: él también es una mamá.

Años atrás, el inminente nacimiento de nuestra hija mayor, nos regaló una baja materna de 3 meses, tiempo que disfrutamos a mil, mientras nos volvíamos expertos en cambios de pañales en equipo, en la lactancia y su dolorosa (y recurrente) mastitis, en las miradas más bobas, en doblar medias diminutas y en el arte de mecer a lo bestia al recién nacido para asegurarle un sueño profundo y reparador. Todo esto mientras veíamos fanáticamente una telenovela nacional al mismo tiempo que devorábamos grandes cantidades de chocolate, (porque un buen padre siempre comparte los antojos de una madre, y la verdad, los fomenta).

Cuando llegó el momento de reincorporarme a mi dinámica laboral, solo me quedó llorar discretamente en el baño de mi trabajo, mientras moría de la pena por estar lejos de mi niña cuando todavía no me había acostumbrado del todo a que estuviera fuera de mi cuerpo. Pero mi querido esposo que no es mi esposo, me dio la tranquilidad de dejarla, sabiendo que sus brazotes la envolverían protegiéndola de todo y que se convertirían en una segunda panza para arrullarla con la misma ternura de una madre.

Las primeras noches (porque yo trabajaba de noche y él de día) las llamadas eran constantes y había cierto temor y alguito de angustia en su voz. A veces me  sorprendía con pequeñas visitas que a mí me regalaban amor y a él le devolvían la calma. Ellos dos fueron creando sus propias rutinas sin mi ayuda y sin mi presencia (llenándome de celos, debo confesar), en las que escuchaban Chopin y cambiaban convenientemente la papilla de verduras que había dejado lista por un delicioso y dulcito potaje de cereales y miel. Bailaban románticamente al ritmo increíble y anacrónico de The Clash, mientras él  trabajaba inteligéntemente el gusto por la buena música en nuestra niña (como para que no se deje confundir en medio de un “trá trá trá” que no tiene ningún valor musical -según yo, claro-).

La primera sonrisa de nuestra primogénita, esa que ya no era solo un reflejo muscular involuntario, no fue para mí sino para su papá. Y cuando empezó a gatear fue en dirección a sus brazos y a mí llegó en videito. Como mamá primeriza y súper fan de su hija, no fue fácil perderme de todos esos momentos que, según los cuentos y las películas, debían ser míos. Pero saber que eso fortaleció su vínculo con nuestra niña me hace sonreír satisfecha.

Con nuestra segunda hija, mi esposo (el padre que también es madre), no puedo disfrutar del mismo tiempo, y sus recuerdos de los primeros momentos son distintos y son distantes…. y sé que lo sabe y que lo siente, tan profundamente como si hubiera sido gestada en su cuerpo y no en el mío. Pero también sé que no deja de construir recuerdos para ella y su hermana, como cada noche cuando, despidiéndose de sus niñas, deja  todo lo bueno que hay en él en ese abrazo que las guía al mundo de los sueños, y puedo sentir mientras lo miro, el calor de sus manos grandes en sus pechitos diminutos asegurandoles que su corazón late a mil por ellas, y entonces el mío late también.

Cambió pañales desde el comienzo, pero nunca con la idea de “ayudarme”, sino exigiendo su derecho a ser parte de todas las etapas de la vida de sus hijas. Guía, celebra, corrige y ama locamente a sus pequeñas “fari fieras” de pelos alocados por las que muere y mataría de ser necesario. Juega a las muñecas, al té y a los desfiles de moda con el mismo entusiasmo con el que ven las 9 pelis de Star Wars, y aunque los volantines en el parque no son lo suyo, siempre encuentra una forma de reír con ellas, para luego (a solas conmigo), llorar de emoción porque "soy papá de dos hijtas", y no puede ser más feliz por eso. 

Sé que está aterrado (igual que yo), porque pronto tendrá que lidiar con una adolescente que antes de serlo, parece vivir en un eterno síndrome premenstrual, pero no tengo duda alguna de que sabrá abrazarla cuando lo necesite y soltarla cuando sea inevitable, mientras incluye en la compra para la casa, toallitas higiénicas para su niña que dentro de nada, empezará su metamorfosis en el alucinante proceso de convertirse en una mujer.

Estoy convencida: él es un papá que también es mamá. Su voz amable, sus cuentos de noche, sus ojos buenos y su abrazo calientito, serán sin duda, de los mejores recuerdos de nuestras amadas niñas.

Escrito por: Alida Werner 

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